LA CRÍTICA: ¿PARA QUÉ DIABLOS SIRVE?

Por Javier Quiñones

Para Miguelito Alcaraz y Luisito Camacho, con afecto solidario

“Somos hijos de una cultura de certidumbres blandas, de la anti-duda y por lo mismo de la anti-ciencia”.

Miguel Basáñez

https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEit9rcNsaBqPN2EeJHNqmxXbQMMiGTtE1OFzq0machXG0AmlTGvGhJWO6NwPvtQykujuV_v1wwhN8FJJ54MhG58lcT8KlKafWjDixYuYIUiAX6Ht_TlE0GzTraPZKjePIFRzU7nlLSf4xqh/s1600/critica.pngUna confusión muy común consiste en mal suponer que si cuidamos nuestro cuerpo cual si un templo, tendremos automáticamente corazones más limpios y mejores ideas. Empero esta tesis resulta insostenible a todas luces. No detallaré aquí una de mis mayores desilusiones, de cuando entrevisté a un héroe de mi infancia, uno de los campeones irrepetibles de los 72 ceros, porque me causa pena ajena sólo recordarlo. No, no basta un cuerpo sano: ni al fin de tener una conducta bondadosa ni al de cultivar mejor nuestra inteligencia.

Pruebas: un cuerpo muy maltrecho (parálisis cerebral) contiene tal vez el cerebro más potente de nuestro tiempo, el del babeante Stephan Hawkins, ocupante de la cátedra Newton en Cambridge. Ni tampoco Isaac, uno de los más listos de la historia, poseyó jamás un cuerpo bien dotado. Hasta donde sé, el mismo Einstein prefería tocar el violín en sus ratos libres en vez de hacer aerobics, levantar pesas o correr muchos kilómetros cada mañana. Es casi una regla que los inteligentes lleven vidas sedentarias (la lectura, siendo de suyo una actividad agotadora, en nada favorece la circulación y oxigenación de la sangre). Y también la inversa vale: casi siempre, los que invierten demasiado tiempo en sus cuerpos, los narcisos del músculo y las coloraciones saludables de la piel, suelen descuidar las labores que aguzan nuestra inteligencia y aplacan al dinosaurio homicida que todos llevamos dentro. No es raro, entonces, que los adonis materiales sean lectores asiduos del Libro Vaquero y disfruten hasta las lágrimas el “Dios mío, hazme viuda por favor”, ni que, en contraste, les causen migraña o sueño los textos de Jesús Gardea, Octavio Paz, Rudyard Kipling e incluso Cervantes.

La reconciliación entre la mente y el cuerpo quedó plasmada por los inventores de Occidente en la proposición famosa: mens sana, corpore sano. Este ideal fue cumplido por los griegos, pues según lo que sabemos, nadie se extrañaba si los mismos ganadores de las disciplinas atléticas se alzaban además con el triunfo en los certámenes de poesía, canto o dramaturgia. No por nada siguen siendo los creyentes de Zeus y Dionisios un paradigma, un modelo a imitar.

Entretanto, conviene a una mejor comprensión del asunto retener lo siguiente: a partir de cierto momento –algunos suponen que la confusión fue provocada por la división entre cuerpo y alma latente en la filosofía platónica- las sociedades se extraviaron, y desde entonces persiste una división marcadísima entre los oficiantes encontrados de la inteligencia y la carne.

Así, diremos que una sociedad que confía el desarrollo de sus jóvenes a un solo aspecto de la ecuación cuerpo-alma comete un gravísimo error, y que en cierto sentido, por más

que híper desarrolle el cuerpo o el espíritu de sus miembros, obtendrá al cabo un cuerpo social escindido, morboso.

Un estado saludable auténtico reclama de las personas y las sociedades atención a ambos aspectos: el cuerpo y la mente.

Comprendo bien, por lo dicho, la desesperación de Miguel ante la incomprensión que rodea su admirable quehacer en beneficio de los delicienses. Se queja el amigo de que las autoridades de Delicias salen a recibir en las afueras de la ciudad a los héroes deportivos del municipio, los “Algodoneros” y “Pioneros”, cada vez que consiguen un nuevo campeonato; pero en cambio, desprecian los trabajos propiamente intelectuales. Tiene razón: nuestros líderes políticos parecen entender por cultura el mal gusto del vodevil televisivo, los sentimentalismos del lugar común y la superficialidad de las seudo ideas. No me extraña, ergo, que ni Gardea ni Espinosa, dos de los delicienses más destacados e inteligentes, eligieron de facto el autoexilio. Es una pena, y entraña sin duda una pérdida terrible para Delicias su ausencia.

Trabajar con ideas es una vocación que ni siquiera se elige: el cerebro exige a algunos, como una fatalidad, analizar los matices del silogismo, contrastar argumentos, ensayar proposiciones novedosas, descubrir las debilidades de enfoques, hipótesis y tesis. Son felices analizando ideas. En esto consiste la inteligencia –por más que lo nieguen los fanis del Libro Vaquero, para quienes pensar es un vicio de ociosos y buenos para nada, una enfermedad, algo maligno que -¡Dios no lo quiera!- acecha a las personas “de bien” contagiándoles melancolía o pereza física.

A los tontos de esta calaña hay que recordarles todos los días, hasta que la lucecita de la razón enraíce en la oscuridad de sus mentes angostícimas, que pensar es un oficio tan legítimo y positivo para la comunidad como pueden serlo perseguir vacas a caballo, cultivar lechugas o comerciar tornillos.

Dado que suelen guiarse por el beneficio material, visible, constante y sonante, ayudaría explicarles a los capirotes que en el área actualmente más productiva del orbe, Syllicon Valley, trabajan con ideas inmateriales algunos pocos listos, nada proclives al ejercicio físico y si en cambio al ensimismamiento, el soliloquio y el “ocio” fecundo y creativo.

En verdad todo progreso material importante surgió siempre de una idea. La invención del fuego, la rueda, el arado, el timón, la agricultura -y hasta el alfabeto, la trigonometría, la religión y las ciencias- surgieron de la reflexión inteligente: son básicamente frutos de la mente. De la dificultad de idear innovaciones da cuenta el hecho siguiente: las civilizaciones mesoamericanas no consiguieron en 6 mil años pensar un uso productivo de la rueda…

El desprecio por las ideas es propio de las colectividades espiritualmente empobrecidas; y el amor a las ideas (la vocación intelectual) es quizás la mejor manifestación de nuestra humanización progresiva. La contradicción está presente en todas parte: los vaqueros texanos se creen más puros o buenos que los babilónicos neoyorkinos sólo por tener escasa afición al pensamiento; mas los neoyorkinos están seguros que los vaqueros de la tierra de Bush suelen desembocar en estúpidos kukluxklanes.

La aceptación de los riesgos de la inteligencia es un buen indicador del grado de civilidad de una sociedad. Y no es fácil tal tolerancia: recuérdese que a Sócrates, el preguntador incansable, lo condenaron por educar a los jóvenes en los placeres reflexivos (“corruptor

de la juventud” fue el cargo tonto que le fabricaron, según relata el hermano de Adimante).

APOLOGÍA DE LA CRÍTICA

La crítica representa, en la civilización occidental, al menos desde los griegos, un medio negativo que sin embargo torna saludable al y preserva el bienestar del cuerpo social, al modo en que los venenos, en dosis apropiadas, curan nuestro cuerpo físico.

Cabe agregar de la crítica que además es un lujo en dos sentidos. Por su rareza lo es -y coincide con la “unicidad” que atribuye el profe de Harvard Samuel Huntington al Occidente. En efecto, ninguna otra civilización en el mundo desarrolló sino marginalmente la crítica intelectual que esta civilización tornó en un valor esencial de nuestro ser occidentales. No hay sócrates, aristóteles, erasmos, galileos, voltaires, comtes, nietzches, russelles, popperes, huntingtones, einsteines ni paces en la India, el mundo musulmán ni el lejano oriente, ni los hubo tampoco en las civilizaciones prehispánicas.

Y es un lujo la crítica en este otro sentido: como toda alta cultura, sólo tiene cabida en la abundancia material, pues implica un refinamiento, una espiritualidad relativamente “excesiva”. Los epigramas de Marcial, el maquillaje de los faraones, las perversiones de Calígula y las películas de Woody Allen tienen en común un grado de sofisticación intelectual impensable en la mentalidad milenaria propia de las aldeas agrícolas.

En esta perspectiva, la crítica es una meta-inteligencia: inteligencia de las ideas, esto es, la forma más abstracta del pensar. Está en Sócrates: ¿qué, si no la “viciosa” manía de pensar, es el personaje principal de los Diálogos y la razón de ser del Academos de Platón –y de toda universidad competente?

Lo propio del mundo aldeano ha sido, en el mundo entero y todos los tiempos, el desprecio de la crítica intelectual y la preeminencia del pensamiento religioso basado en creencias tradicionales, generalmente acríticas. No la duda cartesiana, sino el dogma conserva la primacía entre los caníbales de la Amazonia (asimismo la tuvo en Tenochtitlán) y los fanis de Mahoma…

¿Mas para qué diablos sirve la crítica? Ya dijimos que la crítica favorece el desarrollo sano de las sociedades. Al respecto, el sociólogo alemán Max Weber formuló una macro demostración que bien cabe comentar aquí. Parte del hecho siguiente: el polo de evolución de la sociedad occidental se movió, hacia el final de la edad media, desde el Mediterráneo hacia el norte de Europa. Esto significa que el impulso brotado de las cunas griega y latina fue continuado, durante nuestra edad moderna, sobre todo entre los países nórdicos (muy poca cosa entonces, semisalvajes todavía incluso hasta la alta edad media).

La demostración queda a la vista. No alcanzaron al cabo los más altos estándares de bienestar social las naciones baluartes de la contrarreforma, las más apegadas a la tradición vaticana: España, Portugal e Italia; sino las naciones divididas espiritualmente entre Lutero y Calvino, por una parte, y el Papa por otro: Alemania, Dinamarca, Países Bajos, Suecia, Finlandia, Noruega, y sobre todo, Inglaterra (y sus vástagos gringo, canadiense y australiano). Weber atribuye a los hábitos del ahorro y el disenso crítico, característicos de los protestantismos, las principales fortalezas de esas sociedades exitosas. En tal enfoque, España y Portugal, los más católicos, habrían perdido al final la

carrera por el bienestar porque en nuestra era resulta menos potente una sociedad mono religiosa que otra plural.

La pluralidad implica retos intelectuales muy estimulantes: ¿asiste la razón a mi vecino anglicano o luterano, o a mi vecino católico?, ¿son las argumentaciones de San Agustín, Hobbes o Benedicto XIV más verosímiles que los juicios de Bruno, Nietzche o Salman Rushdie?, etc.

La demostración se repite, claro, en el Nuevo Mundo. Las naciones forjadas en nuestro continente por España y Portugal -respectivamente México y Brasil- muestran hoy en día niveles de vida colectiva muy inferiores en comparación con las de origen anglosajón.

Por tales motivos nos conviene conceder a la crítica intelectual un lugar destacado en la actividad social. Sin crítica puede haber religión, mas no ciencia.

Y sin crítica tampoco puede haber periodismo –que es una de sus manifestaciones en las potentes sociedades libres.

La crítica periodística no es ociosa. Es útil a los gobernantes democráticos porque les ayudan a identificar errores, desviaciones y fallas. La crítica es amiga de los buenos gobernantes, los autocríticos y de buena fe –tanto como es enemiga de los chafas e ignorantes.

No es casual, para nada, que la prensa se limite en las ineficientes sociedades totalitarias (China, Cuba, la antigua URSS, el priato del siglo XX) a divulgar la versión de los gobiernos despóticos o semi; y que en contraste, florezca la crítica negativa –esto es, la que contradice a veces la versión institucional- en los periódicos y las televisoras inglesa, alemana y gringa.

Lograr que los gobernantes vean con buenos ojos el periodismo libre y crítico es un deber de los reporteros de vocación sincera.

Mucho hemos logrado los reporteros mexicanos en un plano, a juzgar porque todos los días aparecen en la prensa nacional duras críticas contra el presidente de México y los secretarios de Estado.

Mucho falta por hacer, sin embargo, a juzgar porque las críticas al desempeño de los gobernadores y presidentes municipales sigue siendo una muy rara avis en la prensa local.

He aquí una asignatura pendiente.

GLOSA (1)

Atenas, la casa de los primeros científicos, filósofos, dramaturgos y ciudadanos, no era más grande que Delicias.

No es excusa entonces el tamaño.

Es cierto que el milagro cultural de la Hélade presupuso la presencia de un medio apropiado: Corinto, Tebas, Micenas, Megara, Ítaca, incluso la asiática Mileto y, más atrás, la minoica Creta, explican la erección del lujo intelectual surgido en ese faro inagotable de nuestra civilización.

GLOSA (2)

La inteligencia no distingue cunas: se da lo mismo entre sedas que en la más humilde choza. Ni el tamaño o el peso, ni el color de la piel ni la hermosura de los ojos, ni siquiera el lustre de los apellidos ni tampoco su calidad moral, es garantía del genio de los niños.

Por eso es fundamental, para la eficiencia social, cuidar a los más inteligentes con el mismo cariño que prodigamos a los héroes. Así, Gringolandia tiene un sistema para detectar a niños prodigio, les pone escuelas especiales y los ampara contra los más fuertes y proclives a la violencia; en México, donde las plazas de maestros se heredan a los hijos de los miembros del SNTE (¡ay!), simplemente expulsan a los “demasiado” talentosos.

A veces se me ocurre pensar qué habría sido de Hawkins, Newton o Proust si hubieran nacido en Lotes Urbanos –y me dan ganas de llorar…

GLOSA (3)

Tampoco garantiza nada la colección de títulos académicos. Poseer un doctorado implica una tremenda responsabilidad para el portador: está moralmente obligado a aportar mejores ideas que los demás.

En nuestro México reprobado por la OCDE, para no variar, persiste sin embargo la falsa idea de que los títulos de posgrado son una especie de salvoconductos…

Lo aclara el famoso apotegma medieval: “Lo que Natura no da, Salamanca no presta”.

No está por demás recordar que la inteligencia pura sólo conoce una medida: la capacidad de elaborar ideas nuevas, innovadoras y –a veces- realizables.

Y esto, según explica Popper, presupone a su vez una ética intelectual: un compromiso inalienable y leal con la verdad.

GLOSA (4)

Dos mini argumentos alegan los capirotes contra los inteligentes.

El más vil consiste en señalarlos: “Está loco”, repiten desde tiempos inmemoriales.

En el otro no les falta algo de razón: no toda crítica es positiva en un sentido utilitario. Porque las hay malintencionadas, falaces, negativas en sentido estricto.

El reportero tiene una responsabilidad ética sin duda al informar: atenerse a la verdad en lo posible, tener la humildad de reconocer los yerros, eludir como los peste los ataques ad hominem.

Entretanto aprendemos a usar nuestra preciosa libertad de opinar, conviene establecer que los excesos en esta materia siempre serán menos perjudiciales para la sociedad que el mutismo convenenciero, la autocensura y la venalidad vulgar.
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