Para estudiar la relación entre sexualidad y política tenemos, nos guste o no, que recurrir al legado de los analistas clásicos quienes, de una manera u otra, trataron de buscar los vínculos entre el universo interno y los espacios externos de cada ser
1. Aunque uno quisiera pensar que entre sexo y política no hay ninguna relación, la historia, sobre todo la historia moderna, se empeña en demostrar lo contrario.
Por cierto, estoy escribiendo a propósito del caso Strauss–Kahn, pero no escribiré sobre ese caso. La maquinaria periodística global ha escrito en un sólo día miles y miles de líneas y escribir una más ya sería demasiado. Pero si escribiré acerca de esa relación tortuosa que se da entre sexo y política, relación que parece ser definitivamente innegable hasta el punto que estoy por convencerme de que no se trata de una relación sino de dos ramas de un mismo árbol. Ese árbol es por supuesto el ser humano. Eso significa que menos que una hipótesis, tengo la sospecha de que el humano anda buscando en el sexo y en la política si no lo mismo, algo parecido, hasta el punto que a veces lo uno se confunde con lo otro. Quiero decir que lo que ciertas personas buscan en el sexo, lo quieren encontrar en la política, o viceversa. ¿Qué es lo que buscan? Para no andar con rodeos lo voy a decir de una vez por todas: el poder.
Que el ser humano busca el poder en la política es algo que nos han dicho todos los filósofos políticos desde Hobbes, pasando por Schmitt y Weber, hasta llegar a Arendt y parece que en ese punto la discusión ya se agotó. Lo que no parece tan obvio es que el sexo, o su señora, la sexualidad, puedan ser parte de los lugares del poder.
No obstante el Freud joven –es decir, el Freud esencialista- nos habría dicho todo lo contrario, a saber, que la política es un campo de sublimación de la búsqueda de un poder cuyo origen es sexual. Lacan a su vez nos habría dicho, de acuerdo con el Freud viejo -es decir, el anti-esencialista- que el ser humano busca en el sexo y en la política objetos sustitutivos de lo que no sabe que busca; algo que está –en las palabras del Freud ya maduro- “Más allá del Principio del Placer”. Ese “más allá” es, como se sabe, el objeto del deseo según Lacan.

El problema, si es que lo hay, podría ser resumido en una frase: tanto en el sexo como en la política buscamos lo que no tenemos. Ahora, si esa frase es medianamente cierta quiere decir que tanto el sexo como la política son dos dominios privilegiados del “no- tener”, carencia que nos lleva hacia las zonas del “querer- tener”. Y para tener lo que queremos, buscamos poseerlo, acto que es imposible sin su a-poderamiento, o sea imposible sin la lucha contra todo lo que se opone a la posesión, esto es, sin lucha por el poder. Luego, ese espacio que media entre el no-tener y el poseer está marcado por la lucha por el poder, lucha que no es asequible sin el deseo de poder, o como dijo Nietzsche, sin “voluntad de poder”.
Sin embargo, en su versión nietzscheana esa voluntad de poder no es algo ajena al ser; es el mismo ser. De ahí que, de acuerdo al terrible filósofo, todo lo que mina la voluntad del poder, ya sean las instituciones, la moral, la religión y otras yerbas, son atentados contra el ser: enemigos mortales de la existencia humana. O para decirlo así: la forma natural del ser, no sólo del humano sino de todo lo que "es", es su expansión temporal y espacial, expansión que en lenguaje filosófico llamamos “trascendencia”, o sea, querer ser más de lo que somos teniendo lo que no tenemos. El objeto del tener (desear) es múltiple: dinero, mujeres u hombres, seguidores, partidarios, autos, belleza, felicidad, y muchas otras cosas. Lo importante es tenerlo, lo que implica a-poderar-nos del (imaginario e imaginado) objeto del deseo.
A fin de expresarme mejor debo decir que no me estoy refiriendo a lo que el humano ha llegado a ser en su historia sino a ese ser primitivo del cual somos portadores. Por supuesto, casi nadie podría estar de acuerdo, y con razón, si alguien afirmara que el humano, sobre todo en su versión masculina es, de acuerdo a su naturaleza, un simple poseedor de objetos. No obstante vale la pena preguntarnos si aquello que nos diferencia en nuestra -según Foucault, cotidiana- “lucha por el poder”, no son los objetos de posesión sino más bien los medios que usamos para obtenerlos. Efectivamente, hubo un tiempo en que nuestros antecesores, los primates, a fin de hacerse del poder, simplemente mataban a su poseedor, deporte que se extendió durante toda la Europa medieval hasta llegar al descabezamiento del pobre Luis XVl. Del mismo modo cuando algún primate deseaba a una “primata” esperaba que pasara por un determinado lugar y le caía encima desde un árbol.
Los tiempos han cambiado un poco y hoy los primates modernos no siempre matan a quien detenta el poder; basta con derrotarlo en las elecciones. Tampoco es bien visto caerle desde un árbol a alguna “primata”. Más bien le hacen poemas, le envían flores, o le escriben un e-mail. Esa es la razón por la cual siempre he pensado que hay una relación muy directa entre el violador sexual y el golpista quien a su vez viola la Constitución y las leyes para hacerse del poder.
Todavía la fauna humana abunda en violadores y golpistas, de eso no cabe duda. Pero también ya existe el consenso de que en el primer caso el violador ha transgredido las normas desconociendo la puesta en práctica del amor, o del Eros, como medio de posesión. Lo mismo ocurre en el caso del golpista pues ha desconocido las normas básicas de la política apelando a la violencia como medio de obtención del poder. Con toda razón en el Sur de América Latina los militares golpistas son llamados “gorilas”.
¿Hacia donde voy con estas analogías? A la siguiente y muy simple conclusión: La erótica es a la sexualidad lo que la política a la guerra.
Tanto a través del arte erótico como del arte político buscamos acceder al objeto del deseo. En cierto modo tanto la erótica como la política son formas civilizadas (ciudadanas) destinadas a perseguir un objetivo descifrado por medio de la voluntad de poder como un objeto. En los dos casos, la erótica y la política, intentamos seducir o atraer al objeto del poder. Los grandes amantes, así como los grandes políticos, han sido siempre grandes seductores. En los dos casos han sido introducidas en la práctica de la seducción, artimañas o malas artes: la mentira, o el engaño. Por último, en los dos casos son posibles los regresos hacia aquel estadio pre-erótico y pre-político de donde venimos todos. Hay tantos, pero tantos ejemplos, que más bien vale la pena no nombrar a ninguno.
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