Estos últimos días una bella joven brasileña ha ocupado la atención de los medios mundiales. Hablo de Catarina Migliorini, que a los 20 años subastó su virginidad por internet, en una producción organizada por realizadores australianos de una película documental, Virgins Wanted (Se buscan vírgenes).
Si bien podría resultar que en pocos días se sepa que en realidad no era lo que parecía sino una propaganda (la de preservativos sería la más obvia) el caso ha dado lugar a mucho debate, aunque este tipo de subastas ya tiene muchos antecedentes en la red de redes.
La jovencita tiene una historia para “justificar” la venta de su cuerpo: del total (780.000 dólares), parte lo va a usar para pagar sus estudios de Medicina en Argentina y el resto lo va a destinar a crear una fundación que brinde asistencia a familias de escasos recursos.
El “ganador” es un japonés del cual se desconocen más datos que su nombre (Natsu). Insisto: más allá de que resultara un fraude o una promoción exagerada del documental, la subasta en sí existe hace tiempo y siguen apareciendo chicas/os que ofrecen y señores/as dispuestos a pagar. En definitiva es el oficio más viejo del mundo.
Pero si bien antes esta transacción quedaba entre el “proveedor” del servicio y el cliente, ahora es masivo. La joven Catarina no parece medir que aunque más adelante se gradúe con honores o descubra la cura del VIH, siempre será “la mujer que vendió su virginidad por internet”.

Corto plazo
Digamos que Catarina necesita el dinero. Ya. Como muchos de los chicos de su generación recurre al único dios que les provee todo: internet. Este gigante de millones de cabezas en todo el mundo les da información, diversión, artículos para comprar y vender, amistades, relaciones pasajeras o duraderas, reales o virtuales. Un dios bastante pródigo, digamos.
Pero a veces el precio es muy alto: la pérdida absoluta de la intimidad. Si tienen sexo, lo filman y lo suben a la red. Si le pegan a un compañero, lo filman y lo suben a internet. Si hay un choque con decenas de heridos, antes de llamar al 911 lo filman, hacen el llamado para tranquilizar la conciencia... y lo suben a internet.
Todos nos implicamos en esta gran locura de que podemos ver todo de todos, en cualquier momento. Y yo estoy convencida de que hay ciertos límites, aquellos que hablan de nuestra humanidad, que no hay que cruzar. Porque están reservados para aquellos que los pueden entender, valorar o apreciar.
Menudo favor se ha hecho Catarina al exponer su iniciación sexual a la opinión de un mundo que suele olvidar algunas buenas acciones, pero no las que considera “moralmente reprochables”, sobre todo porque siempre se puede googlear para saber lo que hizo tal o cual persona. La joven brasileña siempre será, aunque llegue a los 80 años y tenga nietos, la que se vendió por miles de dólares.
Ella igual está tranquila. Dice que desde su punto de vista, “cuando uno hace algo una vez en su vida, no significa que esta cosa sea su profesión. Si tú sacas una foto y te sale bien, ello no te convierte en fotógrafo”. Buena justificación.
El problema es que hay ciertos actos que siendo únicos, definen. Salvando las enormes distancias, un hombre que mata una sola vez es un homicida. Y en el caso de Caterina, el estigma no lo impondrá la moralidad o no de este único acto, sino el mismo ojo atento, censurador, dispar y muchas veces cruel de la opinión pública. Para muchos de ellos ella será siempre una prostituta. Porque se trata de eso: de un solo acto que no se perdona. Como las muchas vedettes o modelos argentinas que se hicieron famosas en nuestro país por videos eróticos, y siempre les terminan preguntando por lo mismo, aunque hayan pasado años de eso, quieran hablar de su familia o de un nuevo trabajo en Disney Channel. No hay olvido para los “errores” ajenos. Qué pena que Catarina no haya sido consciente de que este solo acto le va afectar el resto de su vida.
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