JOAQUÍN BELLÓN Para ver como van los negocios del comercio en época de crisis no hay más que pasarse por ellos. La disminución de afluencia de clientes es el mejor indicador de que la cosa no marcha muy bien. Que la iglesia es un mal negocio, en este caso espiritual, es bien sabido desde mucho antes de esta crisis. Del aspecto comercial de la misma no es menester hablar, porque ya vemos que va viento en popa gracias a los ingresos anuales de miles de millones de euros que se procuran por las políticas de la socialdemocracia gobernante en este país en los últimos años. Durante mis habituales paseos por la ciudad, suelo entrar de vez en cuando en alguna iglesia –desde mi casa tengo en un radio de quinientos metros hasta quince, entre las que se encuentran las parroquias de más enjundia– para husmear y ver de primera mano como le va el negocio a Benedicto XVI. La concurrencia de fieles cada día es más escasa, y la verdad es que da un poco de grima el ambiente que se respira. Se ve que la religión ya no vende, y que del esplendor del nacional catolicismo hemos pasado a la decadencia y a la indiferencia; por mucho que la derecha dominante se empeñe en catequizarnos tomando de nuevo las calles con procesiones y actos religiosos que ya no interesan a la mayoría de la ciudadanía. El fervor popular es una reliquia del pasado. Como el brazo incorrupto de Santa Teresa.
Por mucha ostentación millonaria de peregrinos, y sobre todo de euros, con que nos han machacado con las jornadas mundiales de la juventud, la desolación en los templos seguirá siendo la norma, y la laicidad seguirá comiéndole terreno a la religión. A pesar del empeño y de los millones que le ponga la jerarquía eclesiástica.
La mayoría de los españoles se declaran católicos, pero cada vez son menos los que acuden a cumplir con sus obligaciones religiosas. La gente se casa más por lo civil, cada vez se celebran menos bautizos, y son menos los entierros religiosos. Y cuando se celebran "cristianamente", se hacen más como un acto social que como la celebración íntima y recatada que requiere el cumplimiento de un sacramento. Claro, que a estas alturas de la vida, y con lo que cuesta una boda o la comunión del crío, tener que creer encima en la transustanciación es como tragar una rueda de molino. Sobre todo cuando se duda cada vez más de la creencia en Dios de su santidad, a tenor del caso que la jerarquía católica hace de las calamidades que asolan la humanidad, y del mucho caso que le hace al espectáculo y a la cuchipanda.

Como decía, si la mayoría de lo comunes se declaran en este país católicos, sus conductas no diferirán mucho de las del resto de lo mortales. Así, en lo que a la sexualidad se refiere, el control de la iglesia sobre sus fieles cada vez es menor. Por aquello de que con las cosas del comer no se juega; y con las del sexo menos. Las encuestas son tozudas al respecto. La utilización de los métodos anticonceptivos de todo tipo es frecuente entre quienes se declaran católicos. La mayoría de las mujeres que abortan pertenecen al grupo de las católica confesas –¡qué ternura la de Rouco!, perdonando a las arrepentidas de su archidiócesis que han abortado, y librándolas de la pena de excomunión–; del millón y medio de clientes que cada año utilizan la prostitución, la mayoría son cristianos declarados; los divorcios se producen mayoritariamente entre creyentes...
El cóctel que estos días se ha producido en la reunión de las juventudes católicas ha sido el ideal para que el sexo aparezca entre tanta espiritualidad: juventud a raudales, concentración masiva de hormonas, calor, exaltación de los sentimientos, espiritualidad rayana en la sensualidad… (recordemos otra vez a Santa Teresa).
Quiere decir esto que, durante estas jornadas, es probable que haya habido tanto sexo como abstinencia entre los millones de peregrinos núbiles. Y muchos han declarado que venían, además de con el rosario, con el preservativo. Limpieza de cuerpo y alma. Como debe de ser.

Ya que los organizadores de estas jornadas apelan a las enormes ganancias comerciales que se van a producir con este evento, y puesto que la iglesia católica tanto sabe de homosexualidad –recientemente el ministerio Fiscal holandés investiga la muerte, entre 1952 y 1954, de 34 menores varones internados en un antiguo centro psiquiátrico, dirigido por la orden católica de San José, y que tiene todos los visos de otro caso de abusos sexuales–, habría que proponerle al católico alcalde de Madrid, que haga un esfuerzo de imaginación y para la próxima ocasión, concentre estas magnas jornadas católicas, en beneficio del comercio y de la espiritualidad, con el Día del Orgullo Gay, convirtiendo así a la capital de España en el centro de la auténtica fiesta del perdón. Igual así consiguen más adeptos para su causa.
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