El UNIVERSAL
BUENOS AIRES.— La misma frialdad de toda la vida. La mirada penetrante clavada en unos papeles y una mano acariciando una barba cuidada en muchas horas de ocio. Así permaneció durante las dos horas de la lectura del fallo. Los rasgos no se apagan con la edad, sino que se acentúan con el paso de los años. Y Ricardo Miguel Cavallo no es la excepción a esa regla. A los 59 años, el saber que está condenado a pasar el resto de su vida en una prisión, con comodidades, pero prisión al fin, no lo hizo inmutarse.
Tiene más kilos encima, pero la misma pose de impenetrable
Cavallo nació en Buenos Aires, en el seno de una familia absolutamente naval. Su padre, Óscar, llegó a ser suboficial mayor de la Armada. Por eso, a nadie en la familia le sorprendió cuando él, y luego su hermano Óscar, decidieran ingresar a la escuela de Oficiales de la Marina de Guerra, algo siempre difícil para el hijo de un suboficial. Cavallo lo logró.
Formó parte de la mítica Promoción 100 de la Armada. La que al compás de lo que pasaba en el país en los años 70 supo dividirse ideológicamente entre los que comulgaban al 100% con la fuerza y aquellos que se dejaron seducir por los Montoneros, la organización armada que le había declarado la guerra a la dictadura militar y luego, en democracia, había pasado a la clandestinidad.
Cavallo no logró trascender en la fuerza por su condición de marino, sino por haber sido eficazmente resocializado por la Armada. Primero como oficial, distante a la civilidad, y luego como un represor eficaz, pasando por los tres sectores en los que se había organizado la catacumba emblemática de la dictadura (1976-1983): la ESMA. En el grupo de tareas 3.3.3.2 fue un agente de operaciones (secuestros), de inteligencia y experto en obtención de información mediante torturas.
Bajo los apodos de Sérpico, Marcelo o Miguel Ángel, Cavallo fue escalando posiciones hasta poder presionar para decidir quién debía morir y quién debía salvarse. También supo escalar en la vida fuera de la Armada, de donde se retiró como capitán de Fragata, después de recuperada la democracia. Avanzó de la mano de Jorge Radice, Ruger o Gabriel, compañero inseparable en el grupo de tareas y socio en los primeros proyectos empresariales, como Martiel S.A, y luego en Talsud, con la que llegaron a ganar numerosas y millonarias licitaciones gracias a la militancia de ambos en el menemismo de los años 90.
Fue en las provincias de Mendoza y La Rioja donde Talsud llegó primero con sus tarjetas magnéticas y el control vehicular. Después se benefició de los contactos del menemismo con el gobierno salvadoreño de Antonio Calderón Sol, una de las históricas 28 familias ligadas al ultraderechista Arena, y los paramilitares —que alguna vez habían respondido al mayor Roberto D’Aubuisson, como el empleado Roberto Daglio, uno de sus socios— y entró al negocio de la verificación vehicular en El Salvador, que llegó a México en 1999.
Sérpico arribó a México con el Registro Nacional de Vehículos (Renave) después de ganar la licitación. En medio del escándalo que se desató con el proyecto y los gobiernos estatales, una investigación periodística publicada el jueves 24 de agosto, que daba cuenta de la condición de Cavallo de represor, lo encontró tratando de huir hacia Buenos Aires, donde aún reinaba la impunidad, mientras él negaba todo.
A partir de ahí, sus dos vidas, la de represor y la de empresario, quedaron superpuestas. El Reclusorio Norte fue su celda hasta el 10 de junio de 2003, cuando fue extraditado a España, donde pasó cuatro años en una cárcel de máxima seguridad. En julio de 2007, cuando ya no existían las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, fue extraditado a Argentina para enfrentar juicios por torturas, asesinatos y otros crímenes conexos.
Ayer, junto a su amigo y compañero de promoción Alfredo Astiz y a su socio Radice, fue condenado a cadena perpetua, mientras entre el público su octogenario padre, con el peso de la vida a cuestas, dejaba caer una lágrima. Pero Sérpico, como de costumbre, no se inmutó.
BUENOS AIRES.— La misma frialdad de toda la vida. La mirada penetrante clavada en unos papeles y una mano acariciando una barba cuidada en muchas horas de ocio. Así permaneció durante las dos horas de la lectura del fallo. Los rasgos no se apagan con la edad, sino que se acentúan con el paso de los años. Y Ricardo Miguel Cavallo no es la excepción a esa regla. A los 59 años, el saber que está condenado a pasar el resto de su vida en una prisión, con comodidades, pero prisión al fin, no lo hizo inmutarse.
Tiene más kilos encima, pero la misma pose de impenetrable
Cavallo nació en Buenos Aires, en el seno de una familia absolutamente naval. Su padre, Óscar, llegó a ser suboficial mayor de la Armada. Por eso, a nadie en la familia le sorprendió cuando él, y luego su hermano Óscar, decidieran ingresar a la escuela de Oficiales de la Marina de Guerra, algo siempre difícil para el hijo de un suboficial. Cavallo lo logró.
Formó parte de la mítica Promoción 100 de la Armada. La que al compás de lo que pasaba en el país en los años 70 supo dividirse ideológicamente entre los que comulgaban al 100% con la fuerza y aquellos que se dejaron seducir por los Montoneros, la organización armada que le había declarado la guerra a la dictadura militar y luego, en democracia, había pasado a la clandestinidad.
Cavallo no logró trascender en la fuerza por su condición de marino, sino por haber sido eficazmente resocializado por la Armada. Primero como oficial, distante a la civilidad, y luego como un represor eficaz, pasando por los tres sectores en los que se había organizado la catacumba emblemática de la dictadura (1976-1983): la ESMA. En el grupo de tareas 3.3.3.2 fue un agente de operaciones (secuestros), de inteligencia y experto en obtención de información mediante torturas.
Bajo los apodos de Sérpico, Marcelo o Miguel Ángel, Cavallo fue escalando posiciones hasta poder presionar para decidir quién debía morir y quién debía salvarse. También supo escalar en la vida fuera de la Armada, de donde se retiró como capitán de Fragata, después de recuperada la democracia. Avanzó de la mano de Jorge Radice, Ruger o Gabriel, compañero inseparable en el grupo de tareas y socio en los primeros proyectos empresariales, como Martiel S.A, y luego en Talsud, con la que llegaron a ganar numerosas y millonarias licitaciones gracias a la militancia de ambos en el menemismo de los años 90.
Fue en las provincias de Mendoza y La Rioja donde Talsud llegó primero con sus tarjetas magnéticas y el control vehicular. Después se benefició de los contactos del menemismo con el gobierno salvadoreño de Antonio Calderón Sol, una de las históricas 28 familias ligadas al ultraderechista Arena, y los paramilitares —que alguna vez habían respondido al mayor Roberto D’Aubuisson, como el empleado Roberto Daglio, uno de sus socios— y entró al negocio de la verificación vehicular en El Salvador, que llegó a México en 1999.
Sérpico arribó a México con el Registro Nacional de Vehículos (Renave) después de ganar la licitación. En medio del escándalo que se desató con el proyecto y los gobiernos estatales, una investigación periodística publicada el jueves 24 de agosto, que daba cuenta de la condición de Cavallo de represor, lo encontró tratando de huir hacia Buenos Aires, donde aún reinaba la impunidad, mientras él negaba todo.
A partir de ahí, sus dos vidas, la de represor y la de empresario, quedaron superpuestas. El Reclusorio Norte fue su celda hasta el 10 de junio de 2003, cuando fue extraditado a España, donde pasó cuatro años en una cárcel de máxima seguridad. En julio de 2007, cuando ya no existían las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, fue extraditado a Argentina para enfrentar juicios por torturas, asesinatos y otros crímenes conexos.
Ayer, junto a su amigo y compañero de promoción Alfredo Astiz y a su socio Radice, fue condenado a cadena perpetua, mientras entre el público su octogenario padre, con el peso de la vida a cuestas, dejaba caer una lágrima. Pero Sérpico, como de costumbre, no se inmutó.
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